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El Relojero y el Tiempo que No Acaba

El Relojero y el Tiempo que No Acaba

En este artículo

El Último Toque del Reloj

El pueblo de Montesereno no era grande, pero su reloj municipal sí lo era. Con sus agujas doradas oxidadas y su carillón quebradizo, había marcado el paso del tiempo durante más de cien años. Pero aquella mañana, el sonido se había apagado.

El viejo Sebastián, relojero de por vida, sintió un nudo en la garganta al cruzar la plaza. Su mano temblorosa acarició la caja de latón, ahora fría y silenciosa. Había pasado décadas reparando ese reloj, ajustando engranajes, oliendo a aceite de ricino y escuchando el tic-tac que se había convertido en su compañera. Pero ahora, ni siquiera él sabía cómo devolverle la vida.

—Es hora de dejarlo ir —le había dicho el alcalde, secamente, tras su última inspección fallida—. Nadie más en este pueblo sabe de relojes como tú. Si ni tú puedes arreglarlo…

Sebastián no contestó. Sabía que el alcalde tenía razón. A sus ochenta y tres años, sus manos ya no eran las mismas. Los dedos, rígidos por la artritis, le traicionaban; las piezas diminutas se le escapaban entre los labios de su pinza, cayendo al suelo como lágrimas metálicas.

Esa noche, mientras el viento soplaba entre las grietas de su taller, Sebastián recordó la promesa que le había hecho a su difunta esposa: “Cuida del reloj, Sebastián. Es la voz del pueblo“. Ahora, el silencio de las agujas parecía un reproche.

El Relojero y el Tiempo que No Acaba

Capítulo 2: La Caja de Hierro

Al tercer día de silencio, un carromato polvoriento llegó al pueblo. Bajó una mujer joven, con ojos oscuros y una maleta de cuero gastado. Llevaba un sobre sellado con cera roja.

Busco al relojero—dijo, con una voz que sonaba a campanas lejanas.

Sebastián, que estaba sentado frente a sus herramientas, alzó la vista. La mujer le tendió el sobre.

Dice que es urgente—murmuró, y desapareció antes de que él pudiera preguntar más.

El sobre contenía un pequeño reloj de bolsillo, atrapado en una caja de hierro oxidado. Al abrirla, un papel amarillento cayó al suelo:

“Para el último guardián de Montesereno. El tiempo no acaba, solo se transforma. Repáralo, y entenderás.

El reloj era antiguo, con números romanos y un grabado de un árbol creciendo entre grietas de una roca.

Sebastián lo examinó, pero algo era extraño: no tenía engranajes visibles. Ni una sola pieza que explicara cómo funcionaba.

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Capítulo 3: El Secreto de las Agujas

Pasaron semanas. Sebastián trabajaba día y noche, con lupa y destornilladores, pero el reloj seguía mudo. Hasta que, un atardecer, notó algo: las agujas no apuntaban a los números, sino a pequeños grabados en el borde del reloj. Una flor, una llave, una estrella.

¿Qué significan? —susurró.

Entonces, algo hizo clic. No mecánico, sino en su mente. Recordó a su maestro, el relojero que lo adoptó de niño tras la muerte de sus padres:

“Los relojes no miden el tiempo, Sebastián. Solo reflejan cómo lo usamos. Cada pieza tiene un propósito, pero la verdadera magia está en quién lo mira.”

Decidió probar algo arriesgado. En lugar de reparar el mecanismo, dibujó sobre el cristal del reloj las figuras que recordaba de su vida: la cara de su esposa riendo, el primer reloj que arregló, la plaza donde había enseñado a su nieto a leer las horas.

Al tocar la última línea, el reloj emitió un zumbido. Las agujas giraron, y una luz dorada salió de la esfera.

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Capítulo 4: El Viaje Inesperado

La luz lo envolvió. Cuando recuperó la vista, Sebastián estaba en la plaza, pero todo era diferente. El reloj municipal brillaba, y las agujas avanzaban hacia atrás. Las calles estaban llenas de gente joven, risas, colores.

Era Montesereno en 1943, antes de la guerra que había arrasado parte del pueblo.

Un niño corrió hacia él, con los ojos de su nieto, el que murió en un accidente de coche décadas atrás.

—¡Sebastián! —gritó el niño—. ¿Por qué no has venido a jugar?

El viejo cerró los ojos. Recordó cómo, en su época, había estado demasiado ocupado con los relojes para acompañar al niño. Ahora, con el corazón en la garganta, tomó su mano.

—Hoy sí, pequeño. Hoy sí que vengo.

Caminaron hasta el río, donde el niño le mostró su colección de piedras. Sebastián escuchó historias de escuelas, amigos y sueños de convertirse en marinero. Cuando el niño se fue, el reloj municipal volvió a su tiempo.

Solo puedo viajar al pasado si reparo el futuro—murmuró, entendiendo.

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Capítulo 5: El Último Ajuste

Regresó al taller con una nueva determinación. El reloj de la caja de hierro era una clave, no un objeto. Cada grabado en su esfera era un recuerdo que debía “reparar” en su presente.

Primero, visitó a su vecina Ana, cuya hija había emigrado y que pasaba días solitarios. Le regaló un reloj de pared antiguo que guardaba en el desván, con un mensaje: “El tiempo no se detiene, pero siempre hay espacio para compartirlo”. Ana lloró, y Sebastián sintió algo cálido en el pecho, como cuando su esposa le sonreía.

Luego, reunió a los jóvenes del pueblo y les enseñó a reparar relojes. Entre herramientas y risas, vio en sus ojos la misma curiosidad que tuvo él de niño. Y, por primera vez en años, soñó con su nieto, no como una sombra, sino como un futuro posible.

Finalmente, tomó el reloj municipal. En lugar de arreglarlo, grabó en su base una nueva inscripción: “El tiempo no es un enemigo. Es un don para sembrar”.

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Capítulo 6: El Sonido que No Acaba

La mañana siguiente, el carillón del reloj sonó de nuevo. Pero esta vez, no fue solo el sonido de las campanas. Fue el murmullo de vecinos reunidos en la plaza, compartiendo café y recuerdos. Fue la risa de los jóvenes aprendices, que ahora sabían que el tiempo no era sólo mecánica, sino conexión.

Sebastián, sentado en su silla de siempre, sintió la paz que nunca encontró en los engranajes. El reloj de hierro, ahora en su pecho, latía como un corazón.

No era un objeto roto —le dijo al alcalde, que lo miraba asombrado—. Era un espejo. Reflejaba que el verdadero relojero soy yo.

Moriría semanas después, rodeado de quienes amaba. Pero antes, le susurró a su nieto:

El tiempo no acaba. Solo se transforma.

Y al cerrar los ojos, escuchó, por última vez, el tic-tac de un reloj que no era el de su taller, sino el de un corazón que había aprendido a latir.

Moraleja:

El tiempo no es un límite, sino un legado. Cada instante que dedicamos a sanar, compartir o amar no se pierde; se convierte en una semilla para quienes vienen después. Sebastián, al reparar su propio corazón, entendió que el verdadero arte de un relojero no es mantener las agujas en marcha, sino asegurarse de que el camino que dejan sea luminoso.

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Epílogo: El Relojero y el Viento

Hoy, en Montesereno, el reloj municipal sigue sonando. Pero las personas ya no lo miran para saber la hora. Lo miran para recordar la historia del viejo Sebastián, cuya última lección fue grabada en la piedra de la plaza:

“El tiempo no acaba. Solo se transforma en lo que das.”

Y en las noches de luna llena, dicen que, si se escucha bien, el viento trae el tic-tac de un reloj de bolsillo, guiando a quienes aún no han aprendido a amar el ahora.

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