Una pareja recién casada se mudó a un barrio muy tranquilo.
La primera mañana que pasaron en la casa, mientras tomaban el desayuno, la mujer notó por la ventana a una vecina que colgaba sábanas en el tendedero y le comentó a su esposo:
– ¡Qué sábanas más sucias está colgando en el tendedero! Necesita un jabón nuevo.
¡Si tuviera intimidad, le preguntaría si quiere que le enseñe a lavar la ropa!
El marido miró en silencio.
Unos días después, otra vez, durante el desayuno, la vecina colgó las sábanas en el tendedero y la mujer le comentó a su esposo:
– ¡Nuestra vecina sigue colgando las sábanas sucias! Si tuviera intimidad, le preguntaría si quiere que le enseñe a lavar la ropa.
Y así, cada dos o tres días, la mujer repetía su discurso, mientras la vecina colgaba su ropa en el tendedero.
Después de un tiempo, la mujer se sorprendió al ver que se desplegaban las sábanas muy blancas y se emocionó al decirle a su esposo:
– Mira, ella aprendió a lavar ropa, ¿la enseñó otra vecina? Porque no hice nada.
El esposo respondió con calma:
– No, hoy me levanté más temprano y lavé los cristales de nuestra ventana.
Y así es. Todo depende de la ventana a través de la cual observamos los hechos.
Antes de criticar, verifique si ha hecho algo para contribuir, verifique sus propios defectos y limitaciones.
Antes que nada, mira tu propia casa, en ti mismo. Solo entonces podremos ser conscientes del valor real de nuestros amigos.
Limpia tus cristales.
¡Abre tu ventana!